Descripción
El 15 de septiembre de 1811, aniversario del grito de Dolores, se agolpaba el pueblo de Guanajuato en derredor del Castillo de Granaditas, como en los siglos medios frente a las casas feudales de los señores de horca y-cuchillo. Un espectáculo sangriento de barbarie atraía a la multitud en torno de aquella fortaleza. En los ángulos del edificio y pendientes de unas barras se veían suspendidas unas jaulas de hierro que contenían cabezas humanas. Sobre cada una de aquellas jaulas había un letrero donde se leía con letras manuscritas: Hidalgo, Allende, Aldama, Jiménez. Un pánico terrible acometió a la multitud, que contemplaba con asombro aquellas cabezas ensangrentadas: le parecía un sacrilegio la ostentación salvaje de los conquistadores, y veneraban desde el fondo de su alma las reliquias de los mártires. Para que nada faltase a tan repugnante escena, un clérigo llamado La barrieta ascendió a la tribuna... no lo olvidéis, a la tribuna del error y de la barbarie. Satélite de la tiranía lanzó un anatema contra la idea de la independencia y maldijo a los héroes en presencia de sus cenizas... Al azotar el viento las rejas de las jaulas, parecía arrebatar las palabras de los mártires, porque aquellas cabezas hablaban, Dios les había permitido estar fuera de la tumba hasta presenciar el día espléndido de la libertad de América. Aquellas cabezas impasibles, sombrías, amenazadoras, testigos implacables de las hecatombes y de las victorias, eran los faros donde la revolución tornaba su vista en los momentos angustiosos de sus vicisitudes. Pregón del escarmiento, eran la amenaza terrible de la tiranía... ¡allí...! allí estaban fijas esperando el sol de la libertad en nombre de la justicia humana! Cuando la noche hubo tendido sus crespones enlutados sobre aquella ciudad de duelo, un hombre se arrodilló bajó la jaula que guardaba la cabeza de Hidalgo, se descubrió la frente que estaba húmeda por el sudor de la congoja, sacó de su seno un puñal ensangrentado y arrojánd
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