Descripción
Uno de los rasgos que más reiteradamente se atribuyen a la cultura española es su riqueza en las más variadas formas del arte popular o tradicional. Es lo que Menéndez Pidal llama arte para la vida, es decir, pragmatismo, arte de mayorías, sentido colectivo de la creación estética. Ortega y Gasset, refiriéndose al mismo trazo que individualiza el estilo Hispánico, distingue entre popularismo y plebeyismo. No son la misma cosa. Lo primero arraiga en estratos profundos de la historia, en esa intrahistoria o tradición viva a la que Unamuno dedicó uno de sus más sustanciosos ensayos. Fuente manadera de donde brotan la épica, los romances, las imágenes maravillosas de Lorca o de Alberti. Lo segundo es pasajero, moda de una élite que temporalmente adopta gustos del pueblo, como sucedió, por ejemplo, en el siglo dieciocho, cuando se da una curiosa mezcla entre lo precioso y lo plebeyo. No es difícil suponer de qué lado está la simpatía del ilustre pensador, pero no queda del todo clara la relación entre ambas cosas. Podría pensarse que lo plebeyo, en un artista culto, es afectación, una especie de pastiche ajeno a su espíritu. Pero ¿qué decir ante una constante de estilo que no sólo es evidente en un Torres de Villarroel, sino en tantos y tantos escritores españoles desde Juan del Encina en adelante. La dama que le pide prestado el peine a la criada no es una simple y menuda anécdota: es toda una forma de ser que se manifiesta de mil maneras en múltiples planos de la vida española. La idea de los románticos sobre el genio poético del pueblo la tierra y la sangre-, la concepción de todo un carisma popular que misteriosamente alienta en la poesía anónima, colectiva, tradicional, se somete al rigor de las pruebas científicas, se analiza, se desmenuza, y cuando se creía esta teoría superada, cuando de nuevo se ponía énfasis en la creación individual, en una inexorable selección del espíritu, el duende de Lorca plantea una vez más el problema.
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